
La nueva geografía del orden mundial que Trump y sus partidarios están decididos a construir es cada vez más clara al día de hoy. Esta vez, Trump 2.0 está decidido a romper tanto con el globalismo liberal de izquierda como con los neoconservadores (que también son globalistas) y dejar de lado cualquier compromiso con sus proyectos. Trump esta cortando cualquier relación con ellos y trazando un nuevo rumbo para el portaaviones estadounidense.
El modelo de relaciones internacionales que sigue Trump puede definirse como el «Orden de las Grandes Potencias». Es una consecuencia lógica de la ideología MAGA: «Make America Great Again». Este eslogan da a entender que no se trata ni de Occidente ni de la extensión de la democracia liberal por el planeta, ni del atlantismo, sino específicamente de Estados Unidos como Estado-nación. Este Estado, según Trump, debe liberarse completamente del globalismo, además de las limitaciones, obligaciones e imperativos asociados con este proyecto. A ojos de Trump prácticamente todas las instituciones internacionales existentes reflejan el viejo orden, mientras que él quiere crear uno nuevo. Esto se aplica a la ONU, la OTAN, la OMC, la OMS y en general a todas las instituciones de carácter supranacional. Trump considera que todas ellas son creación de los liberales y los globalistas, mientras que él mismo es un firme partidario del realismo.
Realistas y liberales son las dos principales escuelas de las relaciones internacionales, opuestas en todo y especialmente en la definición de qué es la soberanía. Los realistas consideran la soberanía como algo absoluto, mientras que los liberales, por el contrario, la consideran relativa y pretenden subordinar los gobiernos nacionales a una autoridad internacional superior. Según los liberales esto debería conducir a largo plazo a la unificación de la humanidad y a la creación de un Gobierno Mundial. Los realistas rechazan categóricamente tal idea, por considerarlo un ataque a la libertad e independencia del Estado. Por eso los trumpistas llaman a los globalistas el «Estado profundo», es decir, la entidad que pretende subordinar la política estadounidense a un objetivo supranacional.
El prototipo de la política globalista son los «14 Puntos» de Woodrow Wilson, que tras la Primera Guerra Mundial articularon el papel de EEUU como fuerza mundial responsable de promover la democracia liberal a escala humana. Siguiendo el espíritu de la escuela realista Trump se siente claramente atraído por la Doctrina Monroe: «América para los americanos», que implica evitar la participación activa en la política europea y negarse a interferir en los asuntos internos de Estados fuera del continente americano (sólo se acepta la interferencia en el espacio de las dos Américas si los acontecimientos afectan directamente a los intereses nacionales de Estados Unidos).
Sin embargo, hay que señalar que el trumpismo tiene algunas diferencias con el realismo clásico. Para Trump, lo importante no es sólo el estatus legal de la soberanía, sino algo más importante: la capacidad de un Estado para conquistar, afirmar, fortalecer y defender su independencia frente a un rival poderoso. Así pues, no se trata de cualquier soberanía, sino de una soberanía real respaldada por una enorme cantidad de poder económico, militar, demográfico, territorial, recursos naturales, intelectuales, tecnológicos, culturales, etc.
Uno de los principales especialistas estadounidenses en relaciones internacionales, Stephen Krasner, partidario de la escuela realista, calificó la soberanía nominal como una «ficción» jurídica e incluso «hipócrita». John Mearsheimer, también realista, opina lo mismo. Donald Trump comparte esa opinión: sólo una gran potencia puede tener verdadera soberanía. En consecuencia, hay una actualización del realismo al nivel no de los Estados, sino de los Estados-civilización con poder y capaces de la autosuficiencia. Este orden mundial está basado en las relaciones de unos pocos Estados-civilización que Trump reconoce como actores de su revolución geopolítica. Se trata, por un lado, de un rechazo total del globalismo y, por otro, de una integración regional de los «grandes espacios», necesario para la independencia y la autarquía de una gran potencia. De ahí la anexión de Canadá y Groenlandia, así como priorizar las relaciones con América Latina según los intereses de EEUU.
Es interesante observar una cierta ambigüedad del eslogan MAGA. No está del todo claro de qué tipo de América estamos hablando. ¿Se trata sólo de Estados Unidos? ¿O de toda Norteamérica (incluidos Canadá y Groenlandia)? ¿O incluso toda América sumando a Sudamérica? Esta ambigüedad no es casual. Abre el horizonte del «gran espacio» sin fijar a priori unos límites claros. Además, el llamamiento de Trump a hacer grande América también puede interpretarse como un llamamiento a su expansión territorial. Más o menos del mismo modo que nosotros utilizamos el término «mundo ruso», que esencialmente va más allá de las fronteras de la Federación Rusa con límites indefinidos. El mundo ruso es un sinónimo del Estado-civilización ruso, es decir, la Gran Rusia.
Trump, en cambio, piensa en términos de su Estado-civilización: la Gran América. Al mismo tiempo, Trump no tiene prisa y no va a renunciar a la hegemonía, al menos no a la hegemonía regional. Pero está cambiando el contenido de esta hegemonía. Ya no se trata de un orden mundial liberal basado en reglas siempre cambiantes y en la usurpación del poder por parte de élites cosmopolitas internacionales (en el espíritu del proyecto de «sociedad abierta» planetaria de George Soros), como imaginaba el Estado profundo derrotado por Trump, sino que se trata del liderazgo de EEUU como gran potencia junto a otras grandes potencias con soberanía real y no ficticia, es decir, capaces de competir hasta cierto punto con EEUU en una u otra dirección.
¿Cuántas de esas grandes potencias contempla el nuevo orden de Trump? El profesor Mearsheimer sólo reconoce tres: Estados Unidos, China y, con cierto retraso respecto a las dos primeras, Rusia. Se muestra escéptico respecto a la India y cree que aún no ha acumulado el potencial necesario para competir seriamente con las otras. Sin embargo, según ellos India también puede clasificarse como Estado-civilización. Casi todos los realistas coinciden en que EE. UU., China y Rusia son países poderosos – aunque de diferentes maneras – que poseen el mínimo necesario para reclamar el legítimo estatus de grandes potencias.
Así, en lugar del mundo bipolar de la Guerra Fría, del «mundo unipolar» de los neoconservadores o del «mundo no polar» de los liberal-globalistas, el trumpismo prevé un mundo tripolar o cuadripolar, cuyo equilibrio de poder determinará la arquitectura del futuro orden mundial. De acuerdo con esto, será necesario cambiar todas las instituciones internacionales, que deben reflejar el estado real de las cosas y no fantasmas de épocas anteriores que ya no tienen asidero en una realidad concreta.
Tal proyecto puede parecer bastante similar a la multipolaridad. De hecho, el Secretario de Estado estadounidense Marco Rubio reconoció recientemente que vivimos en un mundo multipolar. China, Rusia e India, que ya poseen todas las cualidades para convertirse en polos, sin duda estarán de acuerdo con esto. Pero también debemos prestar atención a que Trump es muy crítico con los BRICS, asociación en la que están representadas prácticamente todas las grandes civilizaciones y donde la multipolaridad encuentra su expresión institucional y simbólica directa. Para Trump, el más serio competidor e incluso oponente es China, por lo tanto, es probable que vea a los BRICS como una estructura en la que China juega un papel clave como la más poderosa de las potencias financiera, económica, tecnológica, etc. de todas. Sin embargo, eso no es todo. La multipolaridad, tal y como la entienden Rusia, China, India y otros países, incluye no sólo grandes potencias establecidas, Estados-civilizaciones existentes, sino también Estados con identidades civilizacionales y culturales similares que aún no se han unido para convertirse en Estados-civilización de pleno derecho como lo son el mundo islámico, África y América Latina, tres polos potenciales fuera de los tres polos actualmente existentes. Los BRICS son una hexarquía a la que podemos sumar la civilización occidental, dándonos una heptarquía.
Trump, siguiendo el espíritu del realismo frío y el pragmatismo estadounidense, es muy escéptico con respecto a los polos potenciales o virtuales que aún no son realidad. Para él es necesario primero convertirse en una gran potencia y luego ver que pasará. Mientras tanto, cualquier asociación fuera de la influencia de los Estados Unidos, y más aún oposición a él, será vista como una amenaza y una estratagema de las grandes potencias existentes dirigidas contra América con tal de aumentar su influencia a costa de todos los demás. Trump ve una confirmación directa de esto en el proyecto chino del «Cinturón y la franja» y en los proyectos planetarios de Xi Jinping (el principio del destino común de la humanidad), que pueden tomarse como una versión diferente del globalismo, sólo que no centrada en Estados Unidos, sino en China. De ahí el deseo de atraer a su lado a las otras grandes potencias (Rusia e India), o al menos de neutralizarlas, y dejar a las demás regiones como fronteras, atraídas hacia el polo que les resulte más atractivo, cercano o simplemente más fuerte.
Queda por considerar el lugar y el papel de la Unión Europea en este mapa. Bruselas se ha encontrado en una posición bastante difícil tras el cambio de administración en Estados Unidos. Después de la Segunda Guerra Mundial Europa era una especie de provincia o incluso una colonia político-militar de Estados Unidos, que asumió el papel de líder del mundo occidental. Y mientras el Estado profundo globalista mantenía su posición al otro lado del océano, Europa seguía obedientemente el curso ideológico de su metrópoli. Así es como se formaron las élites liberales gobernantes en la UE y la misma UE es un experimento de desgobierno de los Estados-nación y de creación de entidades supranacionales con una marcada ideología liberal. No obstante, la ideología de la metrópoli ha cambiado, mientras que en la colonia la administración sigue siendo la misma. Esto da lugar a muchas contradicciones y, de hecho, conduce a la eliminación de la UE en general o a su transformación radical.
Algunos países europeos y sus líderes, que antes se inclinaban por preservar la soberanía como Hungría, Eslovaquia, Serbia (no miembro de la UE), Croacia e incluso en parte Italia y Polonia están dispuestos a seguir a Trump y aceptar su eslogan (voceado por Elon Musk) MEGA: «Make Europe Great Again» («Hagamos a Europa grande de nuevo»). Pero una parte sigue desconcertada y trata de continuar la vieja línea ideológica, aunque sin EE. UU., como el motor de la globalización, probablemente sea imposible hacerlo. Sólo es posible volver a hacer grande a Europa o bien disolviendo la Unión Europea y volviendo a las viejas potencias europeas o bien uniéndose sobre nuevos fundamentos: soberanía real, valores tradicionales y defensa de sus propios intereses. En el segundo caso, Europa, habiendo descartado el liberalismo y el globalismo, podría renacer teóricamente como gran potencia y unirse a las filas de las demás, añadiendo un Estado-civilización más al conjunto multipolar.
El orden de las grandes potencias sigue siendo un plan, un proyecto, pero ya está empezando a materializarse. La situación se asemeja a como el hielo se derrite en primavera. El hielo del viejo mundo se ha resquebrajado, los bloques de hielo se arrastran unos sobre otros, chocando, y todo está a punto de romperse bajo la inevitable presión de la primavera. Vivimos justo en este momento de transición: el deshielo en sentido pleno aún no ha comenzado, pero, de hecho, es inevitable.
Traducción de Juan Gabriel Caro Rivera
Aleksandr Dugin
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