Donald Trump ha disparado el arancel más alto jamás visto contra China: 245 % a “todo lo que huela a Pekín”. La Casa Blanca lo vendió como el “Día de la Liberación Económica”; los mercados lo interpretaron como el “Día del Armagedón Bursátil”. La lógica de Trump es simple: si tu única herramienta es un martillo, todo parece un clavo… y China es un clavo del tamaño de un portaaviones. El problema es que ese “clavo” sostiene el andamiaje de la economía moderna: tierras raras, galio, germanio y un largo etcétera que dan vida a chips, automóviles, misiles, baterías, y trenes de levitación magnética. Sin ellos, Estados Unidos retrocede a la Edad de Piedra digital.
China respondió con un movimiento sólido: cerró el grifo de los minerales críticos. Nada de galio, del que Estados Unidos depende en un 98 %, ni germanio, 80 %, ni imanes de alto rendimiento. Los barcos que ya venían en camino quedaron varados en puertos chinos; los precios de referencia se dispararon; las cadenas de suministro occidentales crujieron. Mientras Fox News celebraba que “Trump ha ganado la guerra tecnológica”, Pekín colocaba al Pentágono en jaque mate: sin esos elementos, no hay F‑35, no hay satélites, no hay ventiladores industriales… y, sobre todo, no hay chips ni autos eléctricos.
Justo unas horas antes, Nvidia había anunciado una inversión de medio billón de dólares para construir superordenadores de IA “Made in USA” en Texas y Arizona. Trump lo presentó como la prueba de que sus aranceles funcionan: la joya de la corona de los semiconductores volvía a casa. Pero los chips no se hornean con patriotismo sino con galio, neodimio y disprosio; y esos ingredientes siguen teniendo pasaporte chino. Así que las flamantes fábricas corren el riesgo de convertirse en bodegas vacías —o, como bromean algunos analistas, en la tortillería más cara del mundo— si no llega materia prima.
Mientras la Casa Blanca agitaba su martillo, Pekín giró la tuerca en otro frente clave: la aviación. Ordenó a todas sus aerolíneas boicotear a Boeing y congelar la compra de piezas a cualquier proveedor estadounidense. Para una compañía que en 2018 vendía un cuarto de sus aviones en China y que aún tiene decenas de 737 MAX esperando la entrega, la decisión es un misil directo a la caja registradora. No solo se esfuma el cliente más grande del planeta (se prevén 9000 aviones chinos en los próximos 20 años); además, Boeing debe absorber sobrecostes porque el 60 % de los componentes del 787 Dreamliner vienen de Japón, Italia, o el Reino Unido, y ahora pagan un peaje arancelario extra de al menos 10 %.
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