
Las sociedades antiguas “patriarcales” podrían ver en la mujer un “trozo de carne”, si era bella, como objeto a consumir (también lo fueron los efebos, chicos apetecibles en Grecia, o en el mundo musulmán). Igualmente dichas sociedades –distintas y anteriores a la fáustica- se inclinaban a ver en la mujer una mera reproductora, un sistema vegetativo y pasivo.
Según Spengler, en cambio, la cultura fáustica lleva a cabo una hiperespiritualización de la fémina. Al margen de cuestiones teológicas, la Virgen María aparece simbólicamente como reina de los cielos y señora del universo, símbolo profundo de la continuidad (por cuanto que es Madre, Madre de Dios y Madre de los hombres). Esta proyección de la Virgen hacia los cielos y hacia las más profundas lejanías es un elemento simbólico esencial del catolicismo (germanolatino), desconocido en otras latitudes y fases (el cristianismo primitivo de la pseudomorfosis, todavía “mágico” y no fáustico, el cristianismo de Oriente, etc).
La entronización de María, y su proyección celestial, su alzamiento por encima de los ángeles, y su condición divinizada, “muy cerca” de Cristo y del propio Dios Padre, son aspectos clave para entender la cultura clásica que en juventud vigorosa se desarrolla en el Septentrión de España y de Europa algo antes del año 1000:
“En el arte religioso de Occidente no ha habido, empero, tema más sublime que el de la madre con el niño. El gótico incipiente convierte la María Theotokos de los mosaicos bizantinos en Mater dolorosa, en madre de Dios, en madre por antonomasia. En el mito germánico aparece la madre—sin duda no antes de la época carolingia—bajo las figuras de Trigga y Frau Holle. El mismo sentimiento reaparece en bellas expresiones de los minnesinger, como Frau Sonne, Frauwelte, Frau Minne. Una emoción maternal, solícita, resignada, se cierne sobre el mundo de la humanidad gótica; y cuando el cristianismo germanocatólico llega a la plena conciencia de sí mismo, con la concepción definitiva de los sacramentos y, simultáneamente, del estilo gótico, no sitúa en el centro de su imagen cósmica al Salvador doliente, sino a la madre que sufre. En 1250, en la catedral de Reims, magna epopeya de piedra, el lugar preferente en medio de la portada principal no lo ocupa ya la imagen de Cristo, como en París y en Amiens, sino la Virgen madre. Y en esta misma época, la escuela toscana de Arezzo y Siena—Guido da Siena—comienza a insinuar en el tipo bizantino de la Theotokos la expresión del amor maternal. Vienen luego las Madonnas rafaelescas, que sirven de tránsito al tipo barroco, a esa mezcla de la amada con la madre que hallamos en Ofelia y Margarita, cuyo secreto se descubre en la transfiguración, al final del segundo Fausto, en la fusión con la Maria gótica.” [LDI, I, 385-386].
La belleza femenina de la estatuaria antigua es de muy otro jaez. Se podría decir además que no compite con la belleza varonil, casi dejada de lado trabajada de forma tan impactante y perecedera por la escultura helénica del desnudo:
“La imaginación helénica, en cambio, creó diosas que fueron o amazonas como Atenea o hetairas como Afrodita. Tal es, en electo, el tipo antiguo de la feminidad perfecta, que arraiga en el sentimiento fundamental de una fertilidad vegetativa” [ibídem].
Spengler considera incompatible el desnudo clásico “antiguo”, poderosísimo símbolo, con el arte fáustico, espiritualizado en grado máximo. En la escultura gótica, que puebla abundantemente nuestras catedrales, el desnudo es meramente incidental, obligado por el tema tratado (Eva en el Paraíso, las almas de los difuntos, etc.). Es un desnudo que hace las veces de símbolo y alegoría de una realidad distinta a él mismo: la carne como símbolo del alma, el cuerpo como pecado, la inocencia frente a la vida artificiosa del mundo, etc. Por el contrario, el desnudo helénico es símbolo él mismo. Sus estatuas (aunque también en los vasos pintados) exhiben directamente una Cultura: esos cuerpos desnudos no remiten a algo trascendente; simplemente nos dicen: así queremos ser.
La belleza de María en el arte cristiano fáustico es la belleza espiritual: un rostro dulce y de rango elevado que protege y mira amorosamente al Niño, pero también a todos esos niños que son los hombres mortales, los creyentes que anhelan no sólo protección bajo una cueva, como quien llega a casa en noche de tormenta, y agradece a los techos del hogar el resguardo de rayos desatados. No es la “cueva” del alma mágica, sino la infinitud de un cielo azul, que más allá de nubes desgarradas y dramáticas (así son muchas veces las nubes del Septentrión, frente a las algodonosas nubes de juguete del Mediterráneo), está poblado de estrellas,
No hay, según Spengler, un único cristianismo. En las regiones de Europa occidental, cuando ésta todavía se defendía fieramente ante el musulmán, en Asturias y en el Imperio Carolingio, se inicia una protesta sorda y oculta contra el cristianismo “mágico”, una especie de redención espiritual de los pueblos germanoceltas. En el Reino de Oviedo se acoge a los mozárabes que todavía llevan en su seno gotas de sangre goda e instintos pre-fáusticos, pero bajo dominación de los moros deciden quedarse los que ya se sienten “mágicos” como ellos. De Toledo hacia el sur en dos tercios de España permanecen los cristianos “mágicos” de la pseudomorfosis, cada vez más arabizados, sometidos a aculturación creciente, sujetos a escarnio y condenados a extinguirse. Los implacables caballeros asturianos, mientras tanto, los primeros hombres fáusticos de España, acabarán pasando por el acero –al correr de los siglos- no ya solo a bereberes, sirios y árabes –invasores- o a sus descendientes, sino también a los antiguos hermanos hispanos, antiguos cristianos de la pseudomorfosis y de alma “mágica”, tiempo ha renegados y conversos. También en el Imperio, los carolingios tuvieron pervivencias “arábigas”, en el Midi, que bajo ropaje dualista o estrictamente unitarista, casi mahometano, se resistían a recibir el aire frío y nuevo del Norte. Un nuevo Dios se imponía en los corazones.
“El cristianismo occidental está con el oriental en la misma relación que el símbolo de la perspectiva con el símbolo del fondo dorado. Y el cisma definitivo se produce casi al mismo tiempo en la iglesia y en el arte. El paisaje empieza a concebirse como fondo de la escena; y simultáneamente las almas religiosas comienzan a comprender la infinitud dinámica de Dios. Y cuando los fondos dorados desaparecen de los cuadros religiosos, desaparecen también de los concilios occidentales aquellos problemas ontológicos, mágicos, acerca de la divinidad, aquellos problemas que conmovieran, con honda pasión, todos los concilios orientales, el de Nicea, el de Éfeso, el de Calcedonia.” [LDO, I, 365].
Un alma dinámica, la fáustica, buscó un Dios dinámico. Y lo halló. La Escolástica, con sus preciosas reflexiones sobre la infinitud de Dios, preparó el terreno a la infinitud matemática y cosmológica que luego hallaremos en Nicolás de Cusa o Leibniz. La “infinitud dinámica de Dios”, y no el eterno y estático Ser “que es”, se impone en la cristiandad germanocatólica.
El Dios del cristiano fáustico es irrepresentable. Pero no lo es en el sentido iconoclasta de Oriente (Bizancio, Islam), por miedo a la blasfemia, por temor a su luz cegadora, por el propio cariz tremendo –y no solo fascinante- de la divinidad (Rudolf Otto: mysterium tremendum et fascinans). Es irrepresentable por la propia infinidad dinámica del Ser que es Él mismo su Ser. Todos nosotros “tenemos” ser (participado de Dios), pero Él es el Ser y es potencia infinita:
“La pluralidad de cuerpos en que se manifiesta y expresa el cosmos antiguo exige un mundo de dioses que le sea parejo; tal es el sentido del politeísmo antiguo. En cambio el espacio cósmico único, ya sea el universo como cueva o el universo de amplitudes infinitas, exige un Dios único, el del Cristianismo mágico o el del fáustico. Atenea y Apolo pueden representarse por una estatua. Pero la divinidad de la Reforma y de la Contrarreforma no puede «manifestarse»—hace tiempo que se ha sentido esto—sino en la tormenta de una fuga para órgano o en la solemne ejecución de una cantata o de una misa.” [LDO, I, 280].
Por “correspondencia” o analogía, en las artes podemos hallar esa mutación del alma: las figuras plásticas con relieve de la civilización antigua podemos reencontrarlas en la idolatría católica medieval: las procesiones “de santos” (generalmente tallados en madera) típicas de España en Semana Santa no son, en absoluto, fáusticas. La mística musical del Maestro Guerrero o Tomás Luis de Victoria sí lo es. La Summa de Santo Tomás y el Escorial de Felipe II están del mismo lado, el fáustico, que el Walhalla, la búsqueda del Grial o los cuadros de Friedrich.
No es que la mitología y la sensibilidad nórdicas se hubieran cristianizado, como tantas veces se dice. Del libro de Spengler se desprende otra idea: el cristianismo germanocatólico y el “paganismo” nórdico son frutos del mismo tiempo y de la misma alma. Las mismas sensibilidades, intuiciones y anhelos habitan en relatos y dogmas bendecidos por la Iglesia que en la poesía y arte transmitido por trovadores y bardos. Internamente puede hablarse de oposición entre la catedral y el castillo, pero es la misma alma fáustica la que vibra en forma grave al dirigirse a Dios, cantando en latín de Iglesia, o lo hace de forma mundana al hacerlo hacia el destino, en algún antiguo dialecto germano.
No obstante, Europa fue perdiendo consistencia teológica: su búsqueda de “la noche” (expresada magníficamente en el Romanticismo) representó una nueva era iconoclasta.
“La mágica jerarquía celeste, que la Iglesia en el terreno de la pseudomorfosis occidental ha mantenido con todo el peso de su autoridad y que, desde los ángeles y los santos, asciende hasta las personas de la Trinidad, va perdiendo poco a poco consistencia, colorido. Insensiblemente el diablo, ese otro gran protagonista en el drama gótico del universo, desaparece también de las posibilidades del sentimiento fáustico. El diablo, a quien todavía Lutero arrojó una vez su tintero, es, hace ya tiempo, el objeto de un silencio embarazado por parte de los teólogos protestantes. La soledad del alma fáustica no se compadece con un dualismo de las potencias cósmicas. Dios mismo es el Todo
” [LDO, I,278].
La Europa meridional conservó durante más tiempo su cariz carnal en materia teológica y metafísica: el culto a los santos (“sacados” en procesión idólatra), las reliquias, junto con una adoración regresiva a la Virgen, amada, a veces, al modo de las antiguas diosas paganas. El alma de la Europa protestante, con su rigorismo iconoclasta, se quedó más solitaria en ese anhelo de infinito, como un náufrago en el océano y sin asideros, y todo por haber ido eliminando mediadores tras la Reforma: ni imagen, ni sacerdote, ni María. No es de extrañar que, perdido u olvidado el infinito teológico, esta Europa recayera en una versión judaizante del cristianismo: un Dios no mediado, un Dios lejano y severo, un moralista. Una especie de agrio maestro de escuela, siempre presto a descargar su vara sobre las carnes del alumno díscolo. El verdadero Dios infinito, dinámico, el Ser que es Él mismo su ser, el Dios católico fáustico fue desapareciendo de Europa. En el sur, lo paganizaron. En el norte, lo judaizaron.
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